era otro de esos días que, sin llegar a ser grises, no tenían mucho color. en el metro, amontonados, dejábamos que el trabajo y el miedo a perderlo decidieran por nosotros. yo esperaba que en el siguiente trasbordo bajaran al menos la mitad de las personas y me dejaran un poco de espacio para poder escurrirme entre las páginas de mi libro; quería huir y no ser como ellos. eramos extraños aunque compartíamos sudores y lagañas y el miedo, siempre el-mismo-miedo.
eramos tan y tan y tan intercambiables que la palabra mediocridad parecía recién significada. era eso nomás, y no podía ser otra cosa.
el mismo día repetido
el mismo día una y otra y otra vez más.
era extraño ver cómo, aún así, me creía diferente.
seguramente eso nos pasa a la inmensa mayoría: nos creemos diferentes. y nuestra exclusividad nos impide llegar a establecer ese punto de complicidad necesario para la empatía, para romper el aislamiento, para la solidaridad, para la rebelión.
y ahí estaba yo, creyéndome un poco más salvado que todos ellos y ellas, creyéndome algo mejor.
es extraño, hasta casi admirable, cuan fácil nos resulta observar en el otro toda una serie de carencias, imperfecciones. vemos a una mujer joven estirando o empujando un carrito y a un perro del tamaño de un gato y rápidamente nos aventuramos a suscribir debajo de ella un pie de página que reza: pobre infeliz. o cuando observamos atónitamente una pareja de engañados enamorados que en una tarde de domingo se apresuran a entrar con sus palomitas, su botellita que apenas da para un sorbo de agua helada y sus dos entradas de ocho eurazos, con nuestra cara de salvados, de vuelta de todo, de conscientes infelices -eso sí, conscientisísimos- y mierda por todas partes pero vendiendo humo y lo peor de todo -si se puede- es que nos lo compramos constantemente, tú a mi y yo a ti y al otro y a la de al lado. nuestro mundo imaginario de vendedores de humo y tinieblas. creyéndonos para siempre y por siempre
salvados.
que pena nos doy
me damos.
eramos tan y tan y tan intercambiables que la palabra mediocridad parecía recién significada. era eso nomás, y no podía ser otra cosa.
el mismo día repetido
el mismo día una y otra y otra vez más.
era extraño ver cómo, aún así, me creía diferente.
seguramente eso nos pasa a la inmensa mayoría: nos creemos diferentes. y nuestra exclusividad nos impide llegar a establecer ese punto de complicidad necesario para la empatía, para romper el aislamiento, para la solidaridad, para la rebelión.
y ahí estaba yo, creyéndome un poco más salvado que todos ellos y ellas, creyéndome algo mejor.
es extraño, hasta casi admirable, cuan fácil nos resulta observar en el otro toda una serie de carencias, imperfecciones. vemos a una mujer joven estirando o empujando un carrito y a un perro del tamaño de un gato y rápidamente nos aventuramos a suscribir debajo de ella un pie de página que reza: pobre infeliz. o cuando observamos atónitamente una pareja de engañados enamorados que en una tarde de domingo se apresuran a entrar con sus palomitas, su botellita que apenas da para un sorbo de agua helada y sus dos entradas de ocho eurazos, con nuestra cara de salvados, de vuelta de todo, de conscientes infelices -eso sí, conscientisísimos- y mierda por todas partes pero vendiendo humo y lo peor de todo -si se puede- es que nos lo compramos constantemente, tú a mi y yo a ti y al otro y a la de al lado. nuestro mundo imaginario de vendedores de humo y tinieblas. creyéndonos para siempre y por siempre
salvados.
que pena nos doy
me damos.
Cap comentari:
Publica un comentari a l'entrada