había un silencio como de endrinas con sabor azul. como de pájaros que acababan de nacer aquel preciso invierno y despojados de alas y pétalos nombraban espejos. había una luz ténue a lo lejos que naufragaba a espasmos y un collar de mariposas negras que roían la tela del jardín. de unas pinzas verdes salía humo y también del hueco del recibidor a donde siempre ívan a desaparecer las canicas en homenaje a los elefantes moribundos. había palabras por todos lados y yo pequeño pequeño casi diminuto me escondía de los adultos con la única pretensión de ser visto. para ser nombrado. para poder ser existido.
allá fuera estaba repleto de erizos y peldaños y querubíes, que nunca he entendido bién qué debían ser pero aún peor era saber que nunca he hecho el esfuerzo de buscarlo en ningún diccionario. aún así estaba repleto de ellos y de ellas.
hice el esfuerzo por acercarme a la ventana, por mirar su rostro de miel y de rastrojos al tiempo que arrancaba de algún lado un trozo de pastel, pero sólo hallé pequeños puntos puntiagudos que me aspiraban la piel como gusanos . dejé que el tiempo se ocupara de todo lo demás y que su imagen se esfumara como una calcomanía. bebí un vaso de agua turbia con sabor a barro y especies y dormí. para que nunca el viento borrara ya mis sombras.
tras un largo tiempo de descanso volví a mi, descendí hacia mi o a mis adentros. en un lugar impreciso entre un hombro y otro hombro mi desnudez se agitaba como recién estrenada. mis pulmones exalaban e inspiraban pelotitas blancas de azufre por las cuales unos pequeños hombrecitos saludaban hacia cualquier lugar conscientes de todo aquel teatro. desde entonces nunca más volví a decir pis o popó o esas cosas horribles que aún lo són infinitamente más cuando alguien intenta maquillar su fealdad con palabras de cuchillo.